La lluvia caía con su compás hipnótico sobre las calles mojadas de la ciudad. Temuco, con su aire frío y neblinoso, parecía envolver la noche en un velo de misterio. Matías, un joven de 30 años, caminaba con las manos en los bolsillos por la Avenida Alemania, dejando que el reflejo de las luces de neón titilara en los charcos a su paso.
No era la primera vez que se encontraba así, deambulando por la ciudad sin un destino fijo, pero esta noche algo se sentía diferente. Algo lo llamaba.
Giró en una esquina y vio un pequeño bar que no recordaba haber visto antes. La luz tenue que escapaba por la puerta entreabierta y el murmullo de conversaciones apagadas lo invitaron a entrar. Adentro, el aire estaba cargado con el aroma del tabaco dulce y un leve perfume amaderado. Los ojos de Matías se acostumbraron a la penumbra, y fue entonces cuando la vio.
Apoyada en la barra, con una copa de vino en la mano y una sonrisa apenas perceptible, estaba ella. Piel canela, ojos oscuros que brillaban con un destello travieso y un vestido negro que se aferraba a su silueta con la misma naturalidad con la que la noche abrazaba la ciudad.
Matías no solía ser impulsivo, pero algo en su instinto le dijo que si dejaba pasar esta oportunidad, se arrepentiría. Se acercó, pidiendo un whisky con voz relajada, aunque su mente latía con la incertidumbre del momento.
—¿Eres de aquí? —preguntó ella, con una voz profunda y melódica.
—Desde siempre, aunque a veces siento que la ciudad aún me oculta sus secretos.
Ella sonrió, apoyando un codo en la barra y mirándolo con intensidad.
—Entonces tal vez sea hora de descubrir algunos…
El juego había comenzado. La conversación fluyó como el licor en sus vasos, entre risas bajas, miradas sostenidas y un lenguaje no dicho que crecía entre ellos.
—¿Te gusta jugar? —preguntó ella de repente, deslizando un dedo por el borde de su copa.
Matías arqueó una ceja.
—Depende del tipo de juego.
Ella se inclinó apenas, acercando sus labios a su oído.
—Uno donde el deseo se controla… hasta que ya no se puede más.
Un escalofrío recorrió su espalda. No era solo lo que decía, sino cómo lo decía. Con la seguridad de quien sabe exactamente el efecto que causa.
—Tienes mi atención.
Ella se levantó, dejándolo con una última mirada intensa antes de caminar hacia la salida.
—Ven, si quieres saber qué secretos esconde esta ciudad cuando nadie más está mirando.
Matías dejó unos billetes en la barra y la siguió sin dudar. Afuera, la noche era más oscura, más húmeda, más eléctrica. Y en el aire, el sabor de algo prohibido. Algo que apenas estaba por comenzar.
El aire frío de la noche se aferraba a su piel mientras Matías seguía a la desconocida a través de las calles silenciosas. Sus tacones resonaban en los adoquines mojados, marcando un ritmo hipnótico que lo guiaba sin necesidad de palabras.
Llegaron a un edificio antiguo, con un portón de madera oscura y una escalera que ascendía en espiral. Ella sacó una llave de su bolso y la deslizó con un movimiento fluido en la cerradura.
—No temas, aún puedes irte —susurró con una sonrisa ladeada, como si leyera sus pensamientos.
Matías soltó una risa baja.
—Si quisiera irme, ya lo habría hecho.
Ella lo observó un instante, como evaluándolo, y luego empujó la puerta.
Adentro, la atmósfera era distinta. No había luces frías ni sonidos de la ciudad. Solo una tenue iluminación cálida y un aroma a incienso y madera quemada. La sala tenía paredes de ladrillo visto y grandes cortinas de terciopelo, como si fuera parte de un mundo aparte, uno al que solo unos pocos tenían acceso.
Matías sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No de miedo, sino de anticipación.
Ella caminó hasta un mueble de madera y sacó una pequeña caja de terciopelo.
—Dijiste que te gustan los juegos…
Abrió la caja, revelando un antifaz de seda negra y un par de dados de color rojo intenso.
—¿Listo para jugar?
Matías la observó, sintiendo cómo la adrenalina se mezclaba con el deseo. Tomó el antifaz entre sus dedos y lo deslizó sobre sus ojos, sumergiéndose en la oscuridad.
El sonido de sus pasos se acercó.
El roce de unos dedos cálidos en su cuello.
El susurro de su voz, apenas un aliento contra su piel.
—En este juego… yo pongo las reglas.
La noche aún no terminaba. Y Matías estaba más que dispuesto a descubrir hasta dónde lo llevaría.
El antifaz de seda cubría los ojos de Matías, sumergiéndolo en una oscuridad expectante. Su respiración era lenta, pero en su pecho latía un frenesí que no lograba contener.
Escuchó el tintineo de los dados sobre la mesa y el roce de la tela deslizándose contra la piel.
—Tienes suerte, Matías. El juego empieza con placer —susurró la mujer con voz aterciopelada.
Unas manos firmes lo empujaron suavemente contra el respaldo del sillón, y el aroma de su perfume lo envolvió. Sentía la calidez de su aliento acercándose a su cuello, rozándolo apenas antes de que un mordisco leve lo hiciera estremecer.
Los dedos de ella recorrieron su pecho, desabrochando con calma su camisa mientras sus labios seguían explorándolo, dejando un rastro de fuego a cada beso. Él intentó moverse, pero una suave presión sobre sus muñecas lo detuvo.
—No tan rápido… Recuerda, en este juego yo pongo las reglas.
Matías sonrió de lado.
—¿Y cuál es la siguiente jugada?
Ella rió bajito y deslizó sus labios hasta su oído.
—Te voy a llevar hasta el límite. Una y otra vez. Hasta que no puedas más.
Las manos de ella bajaron lentamente por su abdomen, trazando líneas invisibles de deseo. Su tacto era calculado, preciso, un tormento delicioso que aumentaba su ansiedad.
El sonido de una botella destapándose fue lo siguiente que escuchó. Pronto, un frío estremecedor recorrió su piel cuando sintió el gel deslizándose entre sus dedos y esparciéndose en su entrepierna. La mezcla entre el frío y el calor que la fricción generaba lo hizo gemir bajo el antifaz.
Ella jugaba con él, controlando cada estímulo, cada latido acelerado de su cuerpo.
—No puedes correrte hasta que yo lo decida. ¿Entendido?
Matías tragó saliva.
—Sí…
—Buena respuesta.
Y entonces, el juego comenzó realmente.
La lengua de ella lo recorrió, alternando entre besos suaves y succiones intensas. La sensación del lubricante con efecto de vibración hacía que todo se sintiera aún más intenso, más insoportable. Su cuerpo se arqueó involuntariamente, pero ella lo detuvo con una firmeza seductora.
—¿Te gusta estar a mi merced?
Matías solo pudo soltar un jadeo ahogado.
Cada vez que estaba a punto de alcanzar el clímax, ella se detenía, dejándolo al borde, desesperado, goteando placer contenido. Su cuerpo temblaba, su respiración era errática, y la tortura sensual parecía no tener fin.
Minutos después —¿o eran horas?—, ya no podía más.
—Por favor… —suplicó con la voz ronca.
—¿Por favor, qué? —preguntó ella con un tono burlón.
—Déjame…
—Déjame, ¿qué?
—Déjame correrme.
Ella sonrió satisfecha.
—Como quieras…
Y con un movimiento experto, lo llevó al límite una última vez, hasta que su cuerpo se convulsionó en un placer absoluto.
Matías se desplomó contra el sillón, sintiendo cómo el calor aún recorría su piel. Ella le quitó el antifaz lentamente y lo miró con satisfacción.
—Bien jugado —susurró, dándole un último beso en los labios.
Matías sonrió, todavía sin aliento.
—Cuando quieras la revancha… solo dímelo.
La noche en el sur aún tenía muchas historias por contar.
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