Llevaba semanas observándolo desde mi ventana. Se paseaba por el patio sin polera, regando las plantas o recogiendo juguetes de su perro, ese border collie que siempre ladraba cuando yo salía. Pero no era el perro el que me hacía detenerme. Era él.
Joven, moreno, con músculos marcados por el trabajo físico. A veces lo veía con collar. No uno común. Uno de cuero negro con anillo al frente. Y entonces entendí: no era solo su perro el que se portaba como tal.
Una tarde, al llegar del trabajo, me encontré un sobre bajo la puerta. No tenía nombre, solo un huesito dibujado en marcador rojo. Adentro, una nota:
“Me llamo Akira. Vivo al lado. Si algún día quieres jugar, solo deja la reja entreabierta. Woof.”
No supe qué pensar. Me sentí al descubierto, nervioso, con la piel erizada. ¿Me había visto espiarlo? ¿Sabía que yo también jugaba? No respondí. No el primer día.
Pero al cuarto, no pude más.
La noche estaba húmeda. Dejé la reja del patio entreabierta como decía la nota. Apagué las luces. Encendí una vela en el living y me senté en el suelo, sin decir una palabra. Esperé.
A los minutos, escuché el chirrido. Una sombra cruzó. Llevaba puesta una máscara verde con orejas puntiagudas, completamente de cuero, y caminaba a cuatro patas. Solo traía un arnés y una correa arrastrando por el suelo.
Me miró. Bajó la cabeza. Se quedó inmóvil.
—¿Eres buen cachorro? —le dije con voz firme.
Asintió. Su respiración era agitada. Se lamió el hocico. Bajó más la cabeza. No dije más.
Tomé la correa con firmeza y la envolví en mi mano. Tiré suavemente, y el cachorro obedeció sin dudar. Me seguía a cuatro patas, jadeando por la excitación que le recorría el cuerpo. Sus ojos brillaban tras la máscara mientras lo guiaba hasta el dormitorio.
—Quédate quieto —le ordené.
Asintió. Me arrodillé frente a él y comencé a acariciar sus muslos. Su cuerpo se estremecía con cada roce. Lentamente, solté los broches del arnés, dejando su torso desnudo, marcado por líneas del sol y la ropa ajustada. Luego bajé el short deportivo de un tirón. No llevaba ropa interior. Su verga saltó al aire, firme, ansiosa, palpitando.
—Te portas muy bien, cachorro… —susurré mientras pasaba los dedos por su ingle, rozando apenas, provocando.
Me senté sobre el borde de la cama, lo hice colocarse sobre mis piernas, boca abajo. Le abrí las nalgas con ambas manos y pasé la lengua lenta, húmeda, en un trazo desde su entrada hasta el inicio de su espalda baja. Jadeó. Se retorció un poco, pero no se movió.
Tomé el plug que ya llevaba puesto y lo giré despacio, sintiendo cómo se expandía su interior, relajado, entrenado. Al retirarlo, su ano se contrajo y abrió como si me suplicara algo más grande. Más profundo.
—¿Estás listo para algo más?
Asintió, con el hocico rozando la sábana.
Vertí una cantidad generosa de lubricante en mi palma y la deslicé sobre su abertura. Primero, un dedo. Luego dos. Luego tres. Sus gemidos eran bajos, contenidos. Quería complacer, no interrumpir.
Cuando sentí que su cuerpo me recibía sin tensión, tomé mi verga —dura, pulsando— y la froté contra su entrada. No lo penetré de inmediato. Quería que se desesperara. Y lo hizo. Se empujaba hacia atrás, sus caderas buscaban más contacto.
—Pide permiso —le dije.
—Por favor, am@… necesito que me llenes. Hazme tuyo… por favor…
Empujé lento. Su cuerpo tembló. Su espalda se arqueó. Lo tomé de la cintura y comencé a embestirlo con ritmo firme, profundo. Cada vez que entraba, su máscara emitía un jadeo ahogado. Su verga se frotaba contra la cama, goteando, a punto de estallar.
Me incliné sobre él, tomándolo del cuello, apretando solo lo justo mientras mis caderas no se detenían.
—Eres un buen cachorro, tan obediente… tan lleno…
—Sí… sí… soy tuyo…
Aceleré. Golpeaba con fuerza, con ganas. Hasta que no pude más. Lo sentí apretar, gemir con más fuerza, y correrse sin que nadie lo tocara, manchando las sábanas.
Segundos después, llegué yo, dentro de él, con un rugido ahogado contra su espalda sudada. Me quedé un momento así, abrazándolo, oliendo su cuello, acariciando su pelo bajo la máscara.
Lo saqué con cuidado. Se tumbó boca arriba, agotado, con los ojos cerrados y una sonrisa suave.
—¿Puedo quedarme esta noche?
—Puedes quedarte cuando quieras, Akira.
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