Lo único que quería era un nuevo juguete.
Había pasado por fuera de esa tienda muchas veces, Proyecto Secreto, con su vitrina llena de arneses, cueros y luces rojas. Pero nunca me había atrevido a entrar. Hasta ese día.
Adentro, el aire olía a cuero, a algo prohibido. Un hombre alto, de barba prolija y ojos intensos, me recibió con una sonrisa.
—¿Primera vez en la tienda? —me preguntó con una voz grave, casi ronca.
—Sí… sólo estoy mirando —contesté, aunque él ya sabía que no era cierto.
Se acercó. Muy cerca. Me mostró una mordaza de cuero negro.
—Esto es para quienes se portan mal. O para quienes necesitan ayuda para quedarse calladas…
No pude evitar sonrojarme.
Él lo notó. Me tomó de la muñeca con firmeza, pero sin violencia.
—¿Quieres probar algo de verdad?
Lo miré. No respondí, pero mi cuerpo sí.
Me llevó detrás del mostrador, por un pasillo angosto, hasta una sala privada. Tenía una camilla acolchada, una silla estilo ginecológica, y una cruz de madera. Cerró la puerta.
—Quítate la ropa —ordenó.
Mi corazón latía como un tambor. Me desnudé despacio, sintiéndome observada, vulnerable… excitada.
Se acercó por detrás, me susurró al oído:
—Te ves como alguien que necesita ser castigada.
Me vendó los ojos. Sentí cómo me ataba las muñecas, sujetándome a la cruz. Estaba completamente expuesta.
El primer golpe fue suave, con una paleta de cuero. Luego otro. Más fuerte. Me hacía estremecer. Grité sin poder contenerme.
—¿Te gusta? —me preguntó.
Asentí. No podía mentir.
Luego vinieron sus dedos. Me tocó entre las piernas, con precisión. Sabía exactamente cómo hacerlo. Cuando sentí que iba a explotar, se detuvo.
—No tan rápido. Primero te quiero escuchar rogar.
Me soltó y me hizo arrodillar frente a él. Sacó su verga, dura, gruesa, palpitante. Me la metió en la boca con firmeza.
—Abre bien. No pares hasta que yo lo diga.
Lo hice. Me sujetaba del cabello, marcando el ritmo. Gemía con cada embestida hasta que me sacó la boca con un gruñido y me giró.
Me apoyó contra la camilla, me abrió de piernas y me penetró sin aviso. Fuerte. Sin pausa. Golpeando cada rincón dentro de mí mientras me sujetaba con fuerza de las caderas.
Me corrí gritando su nombre, con el cuerpo temblando. Pero él no paró. Siguió hasta vaciarse dentro de mí, jadeando contra mi espalda, con sus dedos clavándose en mi cintura.
Nos quedamos así, sudando, respirando rápido. Luego me ayudó a vestirme, como si nada hubiera pasado.
Antes de abrir la puerta me dijo:
—Si vuelves, te muestro el cuarto de las esposas.
Y supe que iba a volver.
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